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miércoles, 3 de agosto de 2011

El destello de una palabra

No creo que haya ninguna escena que enseñe más acerca de la lectura que la escena inaugural, cuando, perturbados, inquietos y audaces, aprendíamos a hincarles el diente a las letras. Era una escena dramática y escueta, con sólo dos personajes: ahí la palabra escrita, la palabra cifrada – rara, difícil, dura, verdadero acertijo, baluarte a conquistar – y, aquí, nosotros, con nuestro deseo de penetrar el misterio. Reconocíamos una letra, otra más, una tercera, algunas se nos escurrían, otras nos traicionaban; pegábamos un salto, arriesgábamos una hipótesis, y tal vez dábamos en el blanco…O no, fallábamos y nuestra construcción precaria se desmoronaba, y entonces había que volver a empezar; tanteando, avanzando por la cuerda floja. Nunca más consistente, más corporal que entonces la palabra, cuando debíamos aprender a deletrearla.
Apresarla, morder su significado era el gran desafío. Leer no era fácil en esos tiempos, leer era una empresa ardua y arriesgada.
Pero se aprende, el lector toma confianza y va avanzando hacia la próxima etapa. Se vuelve práctico, casi siempre acierta con su hipótesis, y el texto se va desarrollando frente a él como una alfombra bastante blanda. Ya no necesita seguir penosamente el dibujo de las letras con el dedo ni decir en voz alta los sonidos; adquiere velocidad, buen ritmo, silencio. Es más, ya ni siquiera lee todo, letra por letra, palabra por palabra, más bien anticipa. Adivina lo que está por venir, saltea. La comprensión se hace más fácil. Uno se interesa por el contenido, puede perseguir la trama, identificarse con los personajes…
Hay textos sobre los que uno se desliza casi sin roce, textos que, de puro previsibles, se vuelven invisibles, simple ronroneo que se devora sin paladear, ansioso por perseguir la intriga, febril por “saber como termina”.
Graciela Montes
"El destello de una palabra", en La frontera indómita. México, Fondo de Cultura Económica, 1999

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